Las cadenas de las Pléyades y las cuerdas de Orión

Hay tanta soledad en ese oro.
La luna de las noches no es la luna
que vio el primer Adán. Los largos siglos
de la vigilia humana la han colmado
de antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo.

«La luna», Jorge Luis Borges

Oliver Adams salió de su cabaña con el hacha que había estado afilando el día anterior en su mano. Adentro, Emmeline y la pequeña Cora aún dormían. La luna continuaba brillando en lo alto. La familia pronto se agrandaría con otro bebé y debía cortar troncos para ampliar su humilde vivienda. Era plenilunio, y a Oliver le encantaba mirar la rotunda faz plateada del satélite hermano. Recordó verlo surgir del mar, imponente en esplendor, cuando había servido como misionero en las islas del Pacífico. La luna se tornaba en una especie de amiga constante y le encantaba observarla allá arriba, extasiado.

Había encontrado cerca algunos enebros de las Rocallosas que podrían proveer la madera ideal para las vigas principales. Luego, tal vez sirvieran los pinos longevos que había divisado en una de sus exploraciones. No era fácil hallar la madera adecuada en esta región aislada a la cual el hermano Brigham los había enviado a establecerse como colonos.

Una hora más tarde, con los brazos cansados y la transpiración corriendo por su cuerpo, se detuvo a tomar aliento. La luna plateada, tras haber alcanzado su cenit, comenzaba a declinar. ¡Qué hermosa era, en su majestuoso recorrido! Pensó en algunos discursos que había escuchado del hermano Brigham en los cuales aseguraba que tanto la luna como el sol estaban habitados. Él, personalmente, tenía sus dudas al respecto. Todos sabían que a veces Brigham se dejaba llevar por las fantasías de su mente más que por las revelaciones del Señor, o al menos, que ambas fuentes parecían mezclarse en proporciones diversas.

Claro que también estaba su bendición patriarcal que había recibido en Nauvoo, cuando el profeta Joseph aún se encontraba entre ellos. Allí se le había prometido que predicaría el evangelio antes de los 21 años, que lo haría a los habitantes de las islas del mar y también a los habitantes de la luna, el planeta que podía contemplarse desde la Tierra. Las dos primeras promesas se habían cumplido, por tanto, podían ser una esperanza razonable de que la tercera se llegase a verificar. Pero no veía cómo. Más bien pensaba que el patriarca se había dejado influenciar por las peculiares visiones de Brigham Young y aquellos que las afirmaban y repetían.

Un aleteo a su derecha lo distrajo. Era un búho, mensajero alado de la noche, que lo miraba impávido. Se disponía a reanudar la tarea cuando un crujir de ramas a sus espaldas lo alertó. Parecían acercarse unas sombras. Lamentó no haber traído su rifle. Los indios no solían acercarse a esta zona, pero quizás algún alce o venado bura merodeaba por allí y no le hubiese venido mal cazarlo para alimentarse por una semana o más.

De pronto, una leve bruma se alzó a su alrededor y los ojos se le nublaron. Estuvo consciente de dos presencias que se acercaban, y de una tercera que las seguía desde más lejos…

—Ahhhhjnirv… riistglubyyy —dijo una de ellas.

«Decir» no era el verbo adecuado. Oliver había escuchado las palabras en su cabeza sin que los oídos hubiesen participado.

—AAhhhjcdrii… Iffnstaaacl… paz —repitió la voz en su mente.

—¿Qué? —replicó Oliver, pero sin sentir temor de ningún modo.

—Aah… Paz… Paz… Paz.

Y ciertamente Oliver sintió paz total en su cuerpo y en su mente. Conocedor de las escrituras no pudo evitar recordar la ocasión en que los nefitas, en las cercanías del templo, escucharon la voz de Dios y no pudieron comprenderla hasta que en la tercera repetición sintonizaron sus almas con su escucha.

Los extraños vestían largos atavíos plateados y peculiares escafandras del mismo material que permitían ver sólo parcialmente sus rostros. Oliver había observado buzos en los puertos de la islas Tuamotu trabajando en la reparación de navíos. El atuendo era similar, pero el de los visitantes parecía más liviano y práctico. Le hicieron señas para que los siguiese. Sin saber exactamente por qué, el joven colono descolgó su chaqueta de una rama y les obedeció.

Brillantes estrellas moteaban el cielo, y el astro nocturno colgaba sobre las colinas, espolvoreando de oro y plata sus siluetas, cuando llegaron a un claro del terreno. Había allí un extraño e inmenso artilugio tan plateado como las vestimentas de los visitantes. Una puerta se abrió sola y con ademanes le invitaron a entrar. Oliver no se opuso. ¿Serían estos los tres nefitas, que el Señor permitió que continuaran con vida, para cumplir Sus propósitos? Había escuchado muchos relatos casi inverosímiles y difusos sobre sus apariciones ocasionales, pero algo le decía que no, que no se trataba de ellos.

El interior del artefacto era circular, lleno de luces, manivelas y palancas. Le ofrecieron un asiento fijado al piso y tomaron otros similares mientras se quitaban los cascos y la puerta se cerraba herméticamente. Eran todos más altos que Oliver, con cabellos de plata y grandes ojos. Se parecían entre sí, y sus rostros reflejaban bondad y confianza, lo cual ayudó al joven a distenderse. Les preguntó en su mente de dónde provenían, y se limitaron a señalar el cielo con las manos.

Trajeron en un recipiente una bebida verde y una pastilla del mismo color. Le indicaron que las ingiriese, lo cual hizo sin temor. No eran particularmente sabrosas pero tampoco desagradables. Los visitantes se miraron entre ellos, parecieron acordar algo y, desde sus asientos, manipularon ciertas luces y perillas. Algo comenzó a moverse y los acompañantes se relajaron como para dormitar. Una somnolencia se apoderó también de Oliver quien alcanzó a ver por una ventanilla que el suelo se alejaba y su cabaña se achicaba cada vez más. Extrañamente, no se preocupó…

Aunque el cuerpo descansaba, su mente continuaba trabajando y elaborando preguntas. Recordó a Isaías:

«¿Quiénes son éstos que vuelan como nubes y como palomas a sus ventanas?»

Mientras penetraban las profundas tinieblas del espacio, su inmensidad y la presencia de astros invisibles desde la Tierra presentaban un aspecto enteramente nuevo, que los ojos humanos no podían sospechar. En los pliegues de su cerebro se amontonaban otras citas.

«Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú has establecido», decía el salmista.

¿Y no había replicado Jehová a su siervo, Job?: «¿Podrás tú atar las cadenas de las Pléyades o desatar las cuerdas de Orión? ¿Harás salir tú a su tiempo las constelaciones de los cielos? ¿Guiarás a la Osa mayor con sus hijos? ¿Conoces tú las leyes de los cielos?»

No. Oliver tampoco las conocía… y mientras pensaba estas cosas, se desvaneció.

Cuando recuperó la conciencia todo lo que se veía era luna. ¡Qué espectáculo esplendoroso! Sintió una especie de vértigo, pero aquel malestar pasó pronto. El disco lunar era inmenso. Los más pequeños detalles de su superficie aparecían con minuciosa claridad. Sus contornos eran brillantes y agudos, no había alrededor suyo resplandor ni aureola, y el polvo de estrellas que cubría el negro firmamento era un contraste ideal.

A cada instante la imagen se agrandaba y parecía que terminarían chocando con ella. Sin embargo, a último momento, la velocidad disminuyó, y la nave, o lo que aquello fuera, se posó suavemente en el polvo blanco de un inmenso cráter. Estaban sobre la superficie lunar. Vio por la ventanilla la congelada soledad de sus paisajes, la callada suavidad de su luz…

Los tripulantes volvieron a colocarse sus escafandras e indicaron al acompañante que utilizase una indumentaria similar a la suya. Una vez completados los preparativos, la compuerta volvió a abrirse. Estaban en el exterior.

Aunque el traje le otorgaba un importante peso adicional, Oliver se sentía flotar como una pluma. Daba saltos y ejecutaba piruetas que serían imposibles en la atmósfera terrestre. Era como volar. Cansado de brincar, comenzó a mirar su entorno: los reflejos de ópalo en los cráteres, la palidez indecisa de las rocas, el brillo ambarino, los más lejanos valles de sombra. Cumbres grises y fantásticas colinas de blanco marfil y fría nieve. De pronto, presidiendo el firmamento nocturno, la lejana y querida Tierra. Recién en ese momento se dio cuenta de lo alejado que estaba de sus seres queridos y quiso regresar a la seguridad de la nave, no sin antes recoger con su guante una pequeña piedra blanca del camino. Una vez en el interior, la guardaría en un bolsillo de su chaqueta.

Ahora sí, había llegado el momento de conversar con las mentes. Oliver les transmitió su amor por la familia, por sus creencias y por las enseñanzas que había recibido desde su juventud. Les contó de su servicio misional en tierras lejanas e intentó enseñarles lo mismo que había compartido con los habitantes de las islas. Cada vez que mencionaba al Salvador, los otros tres se miraban y asentían con sus cabezas. No estaba seguro de quién enseñaba a quién. Supo que ellos no eran selenitas, sino que provenían de un mundo muy lejano y habían iniciado una suerte de peregrinación para conocer el planeta donde había muerto el Creador del Universo para dar vida a todos. Habían descendido a la Tierra intentando no ser descubiertos por sus habitantes y eligieron un lugar apartado, pero allí percibieron las pulsiones de Oliver por la luna y decidieron convertir sus sueños en realidad. Lo llevarían de vuelta a su hogar… Los ojos de Oliver se llenaron de lágrimas y su corazón de agradecimiento. Estos hermanos del cosmos sabían lo que era amar sin medida.

El viaje de regreso fue una acción en reversa. La bebida y la pastilla verde. Los asientos. La Tierra agrandándose. La somnolencia…

Su paseo por las escrituras. Ya lo había dicho David: «Será establecido para siempre como la luna, fiel testigo en el cielo».

Y también Pablo: «Hay una gloria del sol, y otra gloria de la luna, y otra gloria de las estrellas…»

«Y vio Dios que era bueno.»

Entonces, el desmayo.

Oliver se encontró solo en el claro de terreno donde todo había comenzado. Miró el cielo y divisó una estrella más grande que el resto que se movía aceleradamente hasta desaparecer de la vista. La vieja luna, indescifrable pero cotidiana, recorría en silencio la sempiterna senda de su curso inmortal. Él había estado allí, paseando por sus maravillosas y fantásticas regiones.

Corrió hacia la cabaña. Estarían preocupados por su ausencia. Se sorprendió al entrar. Todo estaba tal cual lo había dejado. Emmeline y Cora dormían plácidamente como si el tiempo no hubiese transcurrido.

Volvió a salir. La luna estaba en la misma posición que cuando se inició su aventura. ¿La había vivido realmente? ¿Lo suyo había sido un sueño, un milagro, una visión, una ficción, una alucinación o acaso cierta locura provocada por el cansancio? ¿Su imaginación le había jugado una mala pasada? ¿Acaso eso le ocurría al hermano Brigham? ¿Estaba tan deseoso de que se cumpliera su bendición patriarcal que había desatado los anhelos de su corazón? Jamás contaría esta historia a nadie. Tal vez a Emmeline, cuando fuesen viejos, y se reirían de la fantasía que había soñado…

Pero entonces, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta… y allí estaba la piedrecita blanca que había recogido del suelo lunar.

«Al vencedor le daré del maná escondido y le daré una piedrecita blanca, y grabado en la piedrecita un nombre nuevo, el cual nadie conoce sino aquel que lo recibe.»

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Mario R. Montani vive en Bahía Blanca, Argentina. Ha estudiado Letras en la Universidad Nacional del Sur y su colección de relatos El Castillo Gris y otros cuentos fue publicado en 2009 por Editorial Dunken. Desde 2015 forma parte de La Cofradía de Letras Mormonas, un grupo que promueve la literatura entre los santos de los últimos días de habla hispana. También desarrolla su blog personal Mormosofia, un espacio para el diálogo sobre arte, teología y filosofía religiosa dentro del ámbito de la cultura mormona. Actualmente se desempeña como Director Multiestaca de Asuntos Públicos – Comunicaciones en el área de Bahía Blanca.

 

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