Sentado en su cálida casona en París, Charles estiró las piernas y mojó su pluma en la tinta. Junto a su mano izquierda descansaba la joven versión de los textos sagrados, traducidos al francés por los hermanos Le Maistre.
El relato del Génesis acudía a su mente con vívidas imágenes, que en su mayoría se apartaban de la antigua y breve narración original. En vez de al diablo tras la serpiente, veía un lobo… un enorme lobo solitario.
Pero no estaba solo; su jauría aguardaba en los montes que rodeaban el Edén…
Érase una vez… un espléndido jardín,
lomadas y hondonadas, arroyuelos y cascadas,
flores y más flores, ¡qué perfume y qué colores!
Grandes arboledas, algunos claros y lagos,
bestias andando y trepando, aves y ranas cantando,
mariposas y luciérnagas, que encendidas van volando,
y una niña, una niña que recién había llegado.
Era una joven desnuda caminando por el prado.
Para ayuda la trajeron, dijeron los Seres Santos.
Milagrosa ayuda fue, a todo el género humano.
El hombre la llamó Eva y fue feliz a su lado,
pero él no comprendía del todo a los Seres Santos.
Obediencia indiscutible era su don más preciado,
pero la niña en el bosque habló con un ser extraño,
mezcla de lobo y serpiente, pero a la vez «un hermano».
Para que abriera los ojos, un fruto le había acercado
y aún, en medio de mentiras, ella comprendió algo…
Charles dejó de escribir, pero continuó viendo, aquella historia en su mente:
Ella mordió aquel fruto prohibido… sintió cambios en su cuerpo, sintió cambios en su mente… Sus ojos podían ver cosas, cosas que antes no veía… En una cesta puso más fruta y fue a ver a su compañero. En la cercanía, tras el follaje tupido, el lobo observaba atento.
Bien sabida es la historia de Adán y Eva.
El hombre también comió, y entonces el lobo aulló.
Volvieron los Seres Santos; los hallaron escondidos.
Supieron rápidamente que era aquel fruto prohibido
lo que había suscitado tantos cambios repentinos.
La voz de Dios se sintió en cada rincón del bosque; era suave mas intensa, dulce pero penetrante:
—¿Qué has hecho, Adán? —y descubrió su simpleza.
—¿Qué has hecho, Eva? —y vio su sabiduría.
—¿Qué has hecho, Lucifer? —y supo de su malicia.
El último fue el primero en ser echado del huerto,
y tras aullidos de odio, se marchó el Príncipe Muerto.
Dieron túnicas de piel al matrimonio caído
y con amor y dulzura explicaron el castigo
Pero antes de salir Eva y Adán del jardín, hacia los montes agrestes, uno de los Seres Santos señaló al otro y dijo: «Éste es mi Hijo Amado; escuchadlo».
Él les habló de un cordero que habría de morir en sus manos,
sobre un altar hecho en roca, un sitio que sería santo.
Y acercándose hasta Eva, le otorgó un nuevo regalo.
Extendiéndole la mano, el Hijo le obsequió un manto
rojo como la sangre, carmesí como el quebranto.
—Ahora que sales al mundo, estarás en los dominios del Lobo y su jauría, pero este manto te protegerá de él, a ti y a tu posteridad, porque es el símbolo de un convenio que he hecho con mi Padre y vuestro Padre, con mi Dios y vuestro Dios.
Y transcurriendo los días levantaron aquel sitio
donde ofrecieron a Dios un perfecto sacrificio.
Y apareció un mensajero, un mensajero divino,
preguntándole a Adán, si entendía lo que hizo.
—No sé, sino que el Señor me lo mandó.
El ángel señaló al cordero y a la sangre derramada, y entonces señaló el manto que cubría a la mujer. Cómo si él fuera el Hijo, habló en primera persona:
—Yo soy el Cordero que quita los pecados del mundo. Esa es mi sangre que se derramará por los de mi pueblo. Esa capa es mi capa, con que me habré de vestir en lo postrero de los tiempos. El Lobo va tras la sangre del Cordero, y mientras el Cordero esté entre vosotros y el Lobo, no puede prevalecer en vuestra contra.
Eva, la Primera Madre, se quedó como extasiada,
acurrucada en los pliegues de la túnica sagrada.
De bermellón era toda la seda que la guardaba
de la cabeza a los pies, bajo aquella prenda amada.
De pronto, Charles se despertó agitado por el ruido del tintero que se había derramado… La pluma apenas si había registrado un garabato ilegible…
¿Qué había ocurrido? ¿En qué momento dejó lo eterno para quedarse dormido? Recordaba a un lobo… y a una menuda jovencita, toda vestida de rojo…
«Vaya, que lástima, haber olvidado todo… —se reclamaba a sí mismo—. Empezaré nuevamente, empezaré del principio».
Limpió la tinta esparcida… Eligió una hoja blanca y, con la pluma precisa, escribió un título nuevo:
«Le Petit Chaperon rouge»
Maximiliano Martínez nació en Bahía Blanca, Buenos Aires, Argentina, en una familia santo de los últimos días. A los ocho años empezó a escribir su diario personal y a los catorce empezó a escribir poesía y algún cuento breve. A los dieciséis años comenzó su práctica de karate y poco después su estudio del idioma japonés. A los veinte años sirvió en una misión en Córdoba, Argentina. En la iglesia ha servido como maestro y presidente de la Escuela Dominical, miembro del sumo consejo, consejero de obispo, maestro de seminario, obrero del templo y actualmente como secretario de Barrio.