Abrió uno de sus ojos amarillos para vislumbrar la entrada de la cueva. Las otras cabezas descansaban. Recordó su época de gloria, cuando asolaba ciudades y arrastraba huestes con su cola, cuando nada penetraba sus duras escamas y, a su paso, todo quedaba yermo, árido e infecundo. Entonces los pobladores, con el afán de calmarlo, le traían, como ofrenda, bellas vírgenes atadas a un poste, cerca de la gruta, las que eran rápidamente consumidas.
Era el tiempo de su poder, cuando sus rojas cornamentas sembraban el terror, cuando echando fuego y azufre quemaba villorrios y su furia convertía los torreones en polvo. Toda tribu, lengua y pueblo lo adoraba y le temía.
Ahora el dragón estaba enojado.
Los huesos dispersos y los matorrales chamuscados que divisaba desde el interior eran sólo una muestra de su frustración. Las apetitosas doncellas ya no le atraían. Sólo le interesaba una mujer… aquella que llevaba en su vientre un fruto que podía dañarlo. Había estado a punto de devorarla, pero un caballero de blanca vestidura y refulgente espada la había protegido.
La mujer huyó hacia regiones desoladas, con algún poder mágico que le proveyó alas, y nunca pudo hallarla, pero sabía que tanto ella como su hijo representaban un peligro. Alguna de sus cabezas estaba siempre vigilando con un ojo puesto en el árido desierto.
Lleno de ira, hizo la guerra en todos los territorios, especialmente en los que había habitado la mujer. Los páramos se tornaron escarlata, los valles perdieron su riqueza y las laderas se vieron salpicadas de incendios.
Pasaron los días y la suma de los días se llamó tiempo. Y el tiempo era largo, pero no eterno.
Finalmente, al rayar el alba de una nueva jornada, desde el desierto surgió una luz tan brillante que lo encegueció y supo que la espera finalizaba…
La mujer retornaba, vestida del sol, resplandeciendo como la luna y con una diadema sobre su cabeza, imponente como un ejército con sus pendones. Y su hijo varón, el que regirá con vara de hierro a las naciones, la acompañaba. También, a su lado, marchaba el caballero de blanco con su temeraria espada. Y a él le seguían huestes con trompetas, flautas, pífanos y címbalos. Venían con ella los que tenían el poder desde tiempo antiguo. El que traía el recogimiento. El que gobernaba las dispensaciones. El que fue llevado sin probar la muerte. Los poseedores de las llaves de dominio.
A medida que avanzaban, las tinieblas se dispersaban, el velo del cielo caía, las montañas se derretían y los lugares ásperos se allanaban.
El dragón se preparó para la batalla. Sería larga y dificultosa y tenía que lucharla pues su reino estaba en juego. Su furia no tendría límites. Ya no era tiempo del fuego de su boca ni de aguas como ríos que la tierra se tragaba. Era el momento de la astucia suprema. Las huestes numerosas que había formado con lisonjas y engaños le ayudarían. Su influencia llegaba hasta lugares insospechados…
Destrucción y caos serían su respuesta. Armadas se harían a la mar. Ejércitos sembrarían el pánico. Correría sangre bermeja del color de sus escamas. Mucho podía comprarse con los tesoros sobre los que se asentaba.
El dragón salió de la cueva. Sus siete cabezas emitieron al unísono un rugido que se esparció por toda la Tierra.
Mario Montani (montaniflessia@yahoo.com.ar) vive en Bahía Blanca, Argentina. Ha estudiado Letras en la Universidad Nacional del Sur y su colección de relatos El Castillo Gris y otros cuentos fue publicado en 2009 por Editorial Dunken. Desde 2015 forma parte de La Cofradía de Letras Mormonas, un grupo que promueve la literatura entre los santos de los últimos días de habla hispana. También desarrolla su blog personal Mormosofia, un espacio para el diálogo sobre arte, teología y filosofía religiosa dentro del ámbito de la cultura mormona. Actualmente se desempeña como Director Multiestaca de Asuntos Públicos – Comunicaciones en el área de Bahía Blanca.