GABRIEL GONZÁLEZ NÚÑEZ

es profesor titular de Traducción en La Universidad de Texas en el Valle del Río Grande. Ha publicado once libros para niños (Penguin Uruguay 2019-2023), la colección de cuentos Rumbos (Jade Publishing 2021), el poemario Ese golpe de luz (FlowerSong Press 2020) y el plaquette digital bilingüe El ciclo / The Cycle (Center for Latter-day Saint Arts 2020). Asimismo es autor de la obra Estampas del Libro de Mormón (edición de autor), y participa en la Cofradía de Letras Mormonas. González es oriundo de Montevideo, Uruguay.

1000 palabras de
El periplo de Melitón González Trejo

Ya a Melitón le costaba encontrar posición cómoda en el centenario roble que le servía de asiento cuando sintió el andar de alguien. Desde su ubicación vio abrirse paso entre algunas ramas rastreras a un forastero. El que se trataba de un forastero era una conclusión que no admitía la menor duda: su vestido no se asemejaba al de los lugareños. Lo más llamativo de su atuendo era un casco de cuero con una cresta de plumas blancas y una capa de color carmesí que le colgaba del hombro derecho, aunque todo en su vestimenta era de otras tierras. Llevaba una túnica roja sobre la cual portaba una armadura segmentada de metal. Calzaba unas sandalias de suela gruesa. Alrededor de la cintura tenía ceñido un cinturón de cuero en el que portaba una espada de doble filo que no llegaba al metro de largo. Al pasar por en frente del roble en que estaba Melitón, el extranjero se detuvo y, como intuyendo que lo observaban, levantó la mirada. Tenía la tez clara, los ojos verdes y la nariz superlativamente aguileña. Trabó la mirada en el joven y, tras decir algo incomprensible en un idioma que Melitón a duras penas reconoció como latín, siguió su camino por el bosque. Parecía decidido a llegar a algún sitio.

Melitón bajó dando un salto del árbol y sonrió. Recorrió el camino de regreso, ansioso de contarles a sus padres que había tomado la decisión más importante de sus casi cinco lustros de vida. Vio aparecer un poco más abajo, en el centro del valle, el poblado de techos rojizos y anaranjados llamado Garganta de la Olla. El caserío se encontraba rodeado de frondosos árboles verdes y de cerezos blancos que en pocas semanas darían sus frutos escarlatas. Desde donde estaba, el joven distinguía en el centro de la aldea la iglesia con su única torre y su cementerio aledaño, los viñedos más allá de las casas, e incluso, con algo de dificultad, su propia casa cerca de la plaza. Siguió la vereda principal que se dirigía al centro del pueblo, pasando junto a unas lavanderas que en una de las gargantas fregoteaban bultos de ropa mientras conversaban. Ya entrando en el pueblo se cruzó con algunos aldeanos que lo saludaron de camino al mercado.

Siguiendo las calles estrechas y polvorientas de siempre llegó hasta su casa. Se trataba de un edificio de tres plantas, con la fachada de adobe recubierta por cal y un caprichoso entramado de castaño oscuro. La segunda planta se extendía vertiginosamente varios metros más afuera que la primera, apoyada en un soportal de cuatro columnas de roble clavadas en unas bases de piedra. En la segunda planta un cómodo balcón con barandal de castaño ostentaba una hilera de macetas con flores rojas y rosadas. Era digna morada de una familia descendida de hidalgos.

Melitón ingresó por el patio interior, donde estaban acorraladas unas ovejas, y subió por la escalera de junto a los bodegones hasta la sala de la segunda planta. Allí encontró a su madre Gerónima Moreno sentada a la mesa y su padre Gerardo González y Trejo de pie explicando algo con la voz fuerte y haciendo exagerados ademanes con las manos. Gerónima sostenía en brazos a una bebé que semanas antes había traído de un orfanato de la amurallada Plasencia. Al subir las escaleras Melitón había oído a su madre pronunciar el nombre de la niña —Francisca—, y supo que sus padres discutían por ella. Cuando el joven entró en la sala, Gerónima y Gerardo hicieron silencio. Gerónima se puso de pie meciendo a la bebé Francisca, quien balbuceaba como incómoda envuelta en pañales. Había entre las dos cierto parecido. Tenían el cabello castaño y rizado, el cutis claro, el rostro alargado y el cuerpo más bien menudo. Gerónima usaba un vestido blanco de una sola pieza, ceñido con una cinta roja a la cintura. Gerardo, como evitando a su hijo que acababa de entrar, se llevó las manos a la cintura y desvió la mirada hacia el florero que adornaba de verde y rojo la mesa sin mantel.

Careciendo de mayores dotes sociales, el joven Melitón fue al grano y preguntó a sus padres si tenían algún antepasado que fuera romano. Desarmado por la pregunta inesperada, Gerardo se apoyó en el respaldo de una de las tapizadas sillas de la mesa y explicó que sí, que él provenía de una ilustre familia entre cuyos antepasados se encontraban los gobernadores romanos de la vieja Hispania. Melitón insistió que quería saber sus nombres, las historias de sus vidas. Carente de respuesta, Gerardo se limitó a decir que eso ya a nadie le importaba.

—Pues a mí me importa. Acabo de ver a uno que parecía un legionario —explicó el joven Melitón.

—Bah, cierto, que este ve muertos como tu abuela doña Agustina —dijo Gerardo a Gerónima.

—No, la abuela Agustina escuchaba las voces de los nomos entre las raíces de los árboles donde guardan sus gemas. El que veía a sus muertos era el abuelo Luis —retrucó Gerónima, revelando algo de fastidio en la voz.

Gerardo chistó y movió la mano en señal de menosprecio.

 

Una tabla de madera sobre la cual aparecen dos pantallas.

 

El libro que estoy escribiendo no es una biografía. Este lema me lo repito una y otra vez a medida que voy narrando la vida de Melitón González Trejo. El protagonista existió. Se trata de un español nacido en la España de mediados del siglo XIX y que pasó a las páginas de la historia como el traductor del Libro de Mormón al español. Lo de las páginas de la historia es literal. Hay varios artículos escritos sobre él, y el tomo II de Santos nos cuenta un poco de su vida. También ha saltado a las páginas de la literatura con una breve aparición en la novela Eleusis. Incluso así, nunca nadie se ha valido la de la novela para contar su historia.

Así que decidí hacerlo yo. No sé bien por qué. Admito que desde la primera vez que tuve noticia de él, este español de barba tupida me ha llamado la atención. Compartimos el apellido paterno —el González—, compartimos la confesión de fe, los dos somos traductores, los dos hemos traducido materiales para la Iglesia y, sobre todo, tanto él como yo somos desterrados: cardos arrancados de su tierra que giran por la superficie del planeta de un lado a otro sin destino fijo. A él lo impulsaba un viento místico, divino. Espero que mi viento también lo sea. Es decir, Melitón es mi hermano y, tal vez por todo esto, estoy ahora escribiendo su historia.

Solo que no sé si es su historia. Es decir, no sé qué tan acertados sean los escritos anteriores sobre este Melitón González Trejo, frecuentemente mal llamado Meliton Trejo. Al elaborar el borrador de esta novela me paso horas y horas investigando sus tiempos, sus lugares, sus anécdotas. La verdad es que hay mucha información que se contradice, incluso en fuentes de buena reputación. Además, existen unas lagunas importantes en cuanto a su vida. Es más lo que no sabemos que lo que sí sabemos. Así que para contar su vida tengo que decidir cuáles de las historias tienen más sentido (sea lo que en realidad sucedió o no) y tengo que rellenar espacios (con relatos verosímiles aunque de hecho ficticios). Esto a veces me incomoda, así que para marcar la distancia entre mi novela y la realidad histórica, presento elementos poco probables. Mi Melitón, por ejemplo, tiene una fuerte conexión con sus muertos, tanto así que los ve. Yo también siento una fuerte conexión con los míos. Si bien no los veo, ¡cómo me gustaría!

Puedo tomarme estas libertades porque no estoy escribiendo una biografía. Por algún tiempo sopesé escribir precisamente un texto histórico, una verdadera biografía con fuentes, notas al pie, revisión de los pares, etc. Pero sé que la biografía, como género, tiene la limitación de no poder contar las cosas como debieron haber sido. Así que cuando la gente del Mormon Lit Lab abrió una convocatoria pidiendo propuestas de libros, me atreví a proponer una novela. Vieron el proyecto con buenos ojos y ahora, gracias a su aliento, estoy plasmando la vida de Melitón en un libro. Solo que el libro no es una biografía. Es una ficción tan incierta como cualquier biografía y, por lo tanto, tanto o más verdadera. 🕮

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