El rey mandó llamar a uno de sus hijos.
—Ha llegado tu turno, hijo mío. Tus hermanos te necesitan en el frente y ya estás suficientemente preparado.
—He visto las cruentas batallas, padre. He visto a muchos de mis hermanos caer. ¿Crees que estoy realmente preparado?
—Eres valiente, hijo. Podrás con ello. Tus hermanos te necesitan. Recuerda que podrás hablarme cuando quieras… Yo esperaré tu informe cada día.
—¿Y si no puedo recordarte? ¿Qué hago si olvido mi misión?
—Deberás esforzarte. Siempre estaré junto a ti. Te enviaré mensajeros y señales, y recordarás quién eres. No temas; sé valiente. Si luchas fielmente, vencerás.
—Ya casi es la hora… ¿volveré a verte?
—Si eso deseas, sí. Esperaré con ansias tu regreso.
—Adiós, padre. Volveré en cuanto haya concluido la misión.
Las enormes puertas se cerraron tras el príncipe. Con su armadura puesta y la espada ceñida a la cintura, caminó decidido hacia la zona de embarque.
En algún lugar del mundo nació un niño indefenso. Su llanto rompió el silencio y, aunque sus padres no lo entendieron, era su grito de guerra.
Ana Enriques
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